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CAPÍTULO XXI.SANJURJO, CONDENADO A MUERTE, ES INDULTADO
A
las ocho y media de la noche del 11 de agosto Sanjurjo llegaba a la Dirección
General de Seguridad. Vestía traje gris y se cubría con una boina. Poco después
era interrogado durante cuatro horas por el magistrado del Tribunal Supremo Dimas
Camarero, juez especial designado para entender en los procesos. Al concluir el
interrogatorio el general fue trasladado a las Prisiones Militares de San
Francisco y encerrado en la celda número 22, interin se acondicionaba la número 15, «espaciosa, con una reja al fondo, y por mobiliario una cama de hierro, un lavabo, mesilla de
noche, armario ropero y una silla», según la describió un cronista. Allí se le
comunicó al detenido el auto de procesamiento y prisión incondicional y
absoluta incomunicación. Ésta le fue levantada el día 16. Competía al Tribunal
Supremo enjuiciar y juzgar a los comprometidos. La Sala Sexta comenzó
inmediatamente sus trabajos. Para la instrucción de los sucesos ocurridos en
Madrid fue designado el magistrado Eduardo Iglesias del Portal, y para los de
Sevilla, el mencionado Dimas Camarero. El fiscal de la República, Martínez
Aragón, pidió instrucciones al Gobierno sobre la tramitación de la causa por lo
de Sevilla. Podía seguirse juicio sumarísimo contra Sanjurjo solo o englobado
en el proceso general. Azaña dio cuenta de la consulta del fiscal. «Prieto y
casi todos los ministros opinaron que debía optarse por el procedimiento más
rápido. Se ha atravesado Zulueta opinando que no puede perderse de vista que
esta solución nos aboca dentro de pocos días a la cuestión de resolver sobre la
ejecución o el indulto de Sanjurjo. Fernando de los Ríos, con señales de enojo,
se niega a examinar ese punto. Luego añade que si se deliberase sobre ello
resultaría que juzgábamos el final y que no dejaría de saberse el criterio del
Gobierno. Zulueta se ha picado. Pregunta si los dos caminos son legales, y
añade que si se teme una indiscreción sobre el fondo, también es de temer sobre
el punto que examinamos. Le he replicado a Zulueta que el silencio depende de
los ministros mismos. No parece haberse dado cuenta de que tratándose de una
cuestión de Gobierno la consulta del fiscal está muy en su punto. Si ahora
pareciese que dábamos largas al asunto la opinión se escandalizaría. Acordamos
contestar que lleve el asunto velozmente y aplazar toda deliberación sobre lo
demás».
Una
nota del presidente de la Sala de Vacaciones del Tribunal Supremo explicaba que
el juicio contra Sanjurjo tendría carácter sumarísimo y el fiscal de la
República no ocultó que se vería forzado, por virtud de la Ley inexorable, a
pedir contra los acusados, con harto pesar, el máximo castigo, pues los hechos
caían de lleno en el artículo sobre rebelión del Código de Justicia militar. En
torno a estas noticias, la Prensa extremista y las organizaciones
revolucionarias promovieron un temporal apasionado para que no prevaleciera en
el Tribunal un criterio de benevolencia que se calificaba de impunista, y se pedía abiertamente la cabeza de Sanjurjo.
El abogado Francisco Bergantín, encargado de la defensa, manifestó: «Jamás
hasta ahora advertí la sed de una pena capital». En la Presidencia del Gobierno
se hablan recibido en cuatro días más de tres mil telegramas e incontables
mensajes exigiendo la ejecución de Sanjurjo. Refiriéndose a este desenfreno de
las pasiones, manifestó Lerroux: «No tengo ninguna palabra agria ni dulce para
los autores de la locura. Pero yo he pasado por esos trances y no cometo la vil
cobardía de ensañarme con los vencidos».
La Sala Sexta del Tribunal Supremo, a la que correspondió
enjuiciar y juzgar a los procesados, resolvió el día 21 que sólo se seguiría
procedimiento sumarísimo a los señores Sanjurjo, padre e hijo; al general
García de la Herrán y al teniente coronel Esteban Infantes. El día 24 a las
ocho de la mañana comenzó la vista de la causa. Formaban el Tribunal Mariano
Gómez, presidente, y los magistrados Fernando de Abarrátegui,
José María Alvarez Martín, Isidro Romero Civantos, Ángel Ruiz de la Fuente, Emilio de la Cerda y
José Antón Oneca. Actuaban los secretarios Señán y Manzaneque. Todos los componentes del Tribunal —a
juicio del Heraldo de Madrid—eran
de gran competencia y limpio historial de republicanismo. A la derecha del
Tribunal tomó asiento el fiscal de la República y sobre la mesa se colocaron
las piezas de convicción: el fajín de general y las pistolas de los procesados.
Sólo una pequeña parte del enorme público deseoso de presenciar la vista logró
acceso a la sala.
Por
la lectura del apuntamiento y de las declaraciones del general se conoció,
aparte de lo ya sabido, que Sanjurjo, según su propia confesión, «concibió la
idea del alzamiento un mes antes de los sucesos, y noticioso de que había
guarniciones que no estaban conformes con la política del Gobierno y de que se
preparaba un movimiento revolucionario en Madrid, decidió marchar a Sevilla».
No recordaba el general «las personas que estaban comprometidas» ni quienes
intervinieron en la preparación del movimiento, pero sí aseguraba «que todas
las fuerzas armadas de Sevilla secundaron la rebelión». Tampoco conocía «las
características del movimiento planeado en Madrid ni sabía que tuviera relación
con el de Sevilla». No habló ni trató «con el general Cavalcanti,
ni con ningún elemento de la guarnición de Madrid, ni de otras plazas, sobre la
sublevación, ni recordaba cuáles eran las guarniciones disconformes con la
política del Gobierno». De los adheridos al movimiento «no recordaba más nombre
que el del general Miguel García de la Herrán, a quien hizo su segundo jefe».
Aunque en el manifiesto hacía referencia a «determinados elementos políticos, y
en su pensamiento estaban varios nombres para constituir la Junta, no los podía
facilitar, porque no les consultó ni sabía si aceptarían cargos en la junta».
Las
declaraciones del teniente coronel Esteban Infantes, del general García de la
Herrán, del alcalde y concejales de Sevilla, telegrafistas y otros testigos, no
aportaron detalles nuevos. El general de la división de Andalucía, Manuel
González, justificó su actitud pasiva, porque en dos ocasiones, una Sanjurjo y
otra García de la Herrán, le amenazaron con sus pistolas. Llegó el momento de
informar el fiscal de la República, al cual le era doloroso «acusar a un hombre
de valor, que admiro». Pero lo realizado el día 10 «era una felonía, una
traición y no podía invocarse el patriotismo para justificar la rebelión,
porque el Ejército no tiene otra cosa que hacer que acatar la voluntad
nacional». El comportamiento de Sanjurjo el 14 de abril «no disminuye su responsabilidad
de ahora». «Ni existe paridad con otros alzamientos, como los de Valencia y
Ciudad Real, encabezados por el señor Sánchez Guerra, ni con los promovidos por
los señores que constituyeron el Gobierno provisional de la República, porque
en ninguno de esos movimientos hubo rebelión, puesto que faltaba la legitimidad
del Gobierno contra el que se iba. Las acusaciones entonces eran fingidas y las
sentencias tenían que ser amañadas. Hoy mi acusación es sincera y espero que la
sentencia de la Sala sea justa.» De acuerdo con el Código de Justicia Militar,
solicitó el fiscal, «conmovido pero resuelto, la pena de muerte para el general
Sanjurjo, jefe de la rebelión. Para los otros tres acusados, como adheridos a
la rebelión, pedía la pena de reclusión perpetua. «Muy duro, terminó diciendo,
es el deber de los señores de la Sala, que también sabrán cumplir, sin
conmoverles ni los empujones de la opinión, ni las sugerencias de la
misericordia. Cuando dicten sentencia, que ella glorifique la justicia de la
República.»
Intervinieron
a continuación los defensores. Bergantín aceptó que «hubo rebelión militar,
porque el Gobierno es legítimo, pero fue delito frustrado, porque a pesar de
ponerse todos los medios para realizarlo, no se consumó, ya que sintiéndose
humanos los jefes y oficiales entendieron que no podían prestarse a una lucha
fratricida». Ello eximía de responsabilidad a los ejecutores, «porque se
entregaron a las autoridades legítimas antes de que fueran intimidados a ello».
Además «había que tener en cuenta los méritos de los encartados y que no hubo
derramamiento de sangre». Al general García de la Herrán le defendió Luis
Barrena, al teniente coronel Esteban Infantes su hermano José y al capitán
Sanjurjo Juan Fernández Rodríguez. Cuando el Presidente preguntó a los
procesados si tenían algo que alegar, Sanjurjo contestó negativamente y el
general García de la Herrán afirmó que «el mayor honor para él era seguir la
suerte del general Sanjurjo». El tribunal se constituyó a continuación en
sesión secreta para dictar sentencia. Eran las dos y diez de la tarde.
Al
anochecer del ardiente día de agosto recorrieron las calles de Madrid grupos
de alborotadores que daban mueras a Sanjurjo. Los manifestantes salieron de
los centros republicanos y de la Casa del Pueblo y su propósito era el de crear
un ambiente público favorable a la ejecución del general. A la misma hora
comenzaron a circular rumores de inmediatas sublevaciones en ciertas
guarniciones, comprometidas para alzarse el 10 de agosto, que se retrajeron, y
parecían ahora dispuestas a reproducir el golpe para impedir el fusilamiento de
Sanjurjo. Semejante rumor, nacido de la fantasía de republicanos asustados no
respondía a ninguna realidad. Sin embargo, tanta importancia alcanzaron los
rumores, que Azaña escribe en su diario: «Conversación telefónica con Casares.
Hay informes de que esta noche intentan repetir el golpe en Zaragoza,
Valladolid y Madrid. Por absurdo que parezca el propósito, a mí no me
sorprende. Encuentro normal que en estos días siguientes a su derrota los que
hayan quedado por ahí, sin desenmascararse, o a salvo de la Policía, se
encorajinen y lejos de darlo todo por perdido, crean que ahora es cuando va a
ir de veras. La depresión y el desánimo vendrán después. Pero mientras tengan a
Sanjurjo sin sentenciar no les faltarán palabras para animarse a un desquite.
He hablado por teléfono con Rodríguez Barrios, que está en Huesca, y le he
ordenado que se presente esta tarde en Zaragoza. También telegrafío a Alcalá
para que García Benítez no se duerma, y he llamado a mi despacho a todos los
generales con mando en Madrid. Recibirán instrucciones que, coordinadas con las
medidas de Gobernación, no permitirán que pase nada. He hecho venir a Remigio
Cabello y le he encargado que se vaya en el acto a Valladolid
para que estén prevenidos los socialistas, si ocurriese allí alguna cosa».
Tales precauciones estaban en consonancia con la intensidad de los rumores y
con el temor del Gobierno.
Amaneció
el día 25 sin que se cumplieran los augurios. Hasta las ocho de la mañana duró
la deliberación del Tribunal y una hora después, se entregó la sentencia al
Gobierno, el cual se reunió acto seguido para examinarla. El documento era muy
extenso, y el fallo estaba redactado en los siguientes términos:
«Fallamos
que debemos condenar y condenamos al procesado teniente general don José
Sanjurjo Sacanell a la pena de muerte, con las
accesorias, en caso de indulto, de inhabilitación absoluta perpetua y pérdida
de empleo, como responsable, en concepto de autor, de un delito consumado de
rebelión militar, previsto en el artículo 237, número I.° del Código de Justicia Militar, y castigado en el número I.° del artículo 238 del propio Código; al procesado general de brigada don Miguel
García de la Herrán, a la pena de reclusión perpetua, con iguales accesorias,
como autor del mismo delito de rebelión, y en calidad de adherido a la misma,
delito que sanciona el número 2.° del artículo 238 de la ley citada; al
procesado teniente coronel de Estado Mayor don Emilio Esteban Infantes Martín,
a la pena de doce años y un día de reclusión temporal, con las accesorias de
inhabilitación absoluta temporal en toda su extensión y pérdida de empleo, como
auxiliar del mismo delito, que castiga el párrafo I.° del artículo 240 del repetido Código, y se absuelve al capitán de Infantería
don Justo Sanjurjo y Jiménez Peña. Abónese al general García de la Herrán y al
teniente coronel Esteban Infantes la mitad del tiempo de prisión preventiva
sufrida, y no ha lugar en este momento a determinar la cuantía de la
indemnización de perjuicios debida al Estado y a los particulares por razón del
delito cometido hasta tanto que no se fije oportunamente en el juicio ordinario
que al efecto se instruye por los hechos que se relacionan con la presente
causa. Procédase al comiso de las armas ocupadas a los reos, devolviéndose al
capitán don Justo Sanjurjo la pistola de su pertenencia. Póngase esta sentencia
en conocimiento del Gobierno, y espérese al enterado del mismo para proceder a
su ejecución, teniendo en cuenta lo prevenido en el artículo ro del Decreto-ley
de 2 de junio de 1931, que modifica en este punto el párrafo 3.° del artículo
662 del Código de Justicia Militar.»
*
* *
Sin
refrendo oficial, la noticia habla trascendido al público, y aunque esperada,
causó impresión. Por millares empezaron a recibirse en los Palacios de la
Presidencia de la República y del Consejo telegramas de toda España en
solicitud de indulto. Lo pedían también la Cámara de Representantes del Uruguay
y el presidente de la Argentina, Alvear, días antes de celebrarse la vista de
la causa. Intercedieron en favor del general la madre del capitán Galán y la
viuda del capitán García Hernández; el Ateneo de Madrid, la Academia de Jurisprudencia, el
Colegio de Abogados, Lerroux y Maura en nombre de sus respectivos partidos y
muchos personajes de distinta significación política y social.
Mientras
se producía esta creciente marea de clemencia, el defensor, Bergamín, se había
presentado al general para decirle: «Tengo que darle una mala noticia».
Sanjurjo respondió: «¡Qué le vamos hacer!» Propuso entonces el defensor a su
patrocinado que pidiera el indulto, negándose aquél a formular tal solicitud.
¡Que se cumpla la sentencia!, exclamó. Afirmaba Bergamín que en su larga vida
profesional no había conocido un condenado con parecida entereza y serenidad en
tan críticos momentos. Se presentaron en esto los oficiales de la Sala del
Supremo para leer al reo la sentencia, mas como el
general advirtiera la extensión de la misma, pidió ahorrasen el trámite y la
firmó: «Les ruego, dijo, que muestren mi firma para que se vea que no he
temblado al conocer el fallo. Acato éste con respeto y lo firmo sin jactancia.
Espero, y así lo pido, que antes del fusilamiento se me concedan dos horas para
arreglar el porvenir de mis familiares». Su propósito era contraer matrimonio
con María Prieto Taberner, y la patética ceremonia se celebró, en efecto, como
deseaba, poco después en la misma celda, ante un oratorio improvisado.
Lo
que sucedía en el seno del Gobierno en estas horas lo puntualiza Azaña en su
diario de la siguiente manera: «Día 25 de agosto. A las ocho y media de la
mañana me despierta el teléfono. Habla Mariano Gómez, presidente de la sala
sexta, y me comunica la sentencia que acaban de firmar. Me llama la atención
que absuelvan al hijo de Sanjurjo; pero no digo nada y me reservo mi opinión
para cuando conozca el texto de los considerandos, que serán, sin duda, muy
buenos. ¿Quiere usted que vaya a verle?, me pregunta Gómez. No, no es menester,
le respondo. Que ustedes descansen. Pocos minutos después me llama Albornoz y
me cuenta lo mismo. Entonces he llamado yo al Presidente de la República y le
informo del suceso. Me dice que para todo evento debemos tener el informe del
Supremo que pide la Constitución. Le he hecho saber que antes de ir a Palacio
el Gobierno se reunirá en Consejo para deliberar solo. Como es natural, lo
encuentra bien. Traté de dormir otra vez; pero ya el sueño había volado. Un
poco más tarde llamé a Mariano Gómez y le pedí que me enviase el consabido
informe. Me quita usted un peso de encima— respondió emocionado—. En seguida le
mando. Que tenga usted un acierto».
«He
citado a los ministros para las diez y media. Examinaremos nosotros el caso y
tomaremos un acuerdo que llevaremos después al Presidente, como propuesta. No
podríamos discutir delante de él. Los ministros han acudido puntualmente. Leo
al Consejo la carta de Ossorio, el escrito de Bregamín y alguna otra petición de indulto. Se planteó una cuestión previa, muy ociosa,
sobre el artículo 102 de la Constitución. Prieto, erróneamente, creía que debe
preceder un acuerdo del Gobierno y luego pedir el informe al Supremo. Logro
convencerle de que no debe ser así. Un ministro habla del expediente de indulto
como si fuésemos a escribir muchas hojas. Entramos en la cuestión de fondo
—sigue Azaña— e invité a los ministros a que diesen su parecer: Prieto, por sí
y por los otros dos ministros socialistas, votó por el indulto. Domingo, por sí
y por Albornoz, votó lo mismo; Casares, con gran firmeza, votó por que se
cumpliese la sentencia. Los demás votaron por el indulto. Todos han razonado
largamente su opinión. Casares funda la suya en que el indulto rompe la firmeza
del Gobierno, alienta a los conspiradores y nos impide ser rigurosos con los
extremistas.»
«Voté
yo el último a favor del indulto. He considerado el asunto como un caso
político en el que debe hacerse lo más útil a la República. Fusilar a Sanjurjo
nos obligaría a fusilar después a otros seis u ocho que están incursos en la
misma pena, y a los de Castilblanco. Serían demasiados cadáveres en el camino
de la República. Hay que desacreditar el pronunciamiento por su propio fracaso
y por el descrédito de sus fautores. Fusilando a Sanjurjo, haríamos de él un
mártir y fundaríamos, sin quererlo, la religión de su heroísmo y de su
caballerosidad.»
«Fusilando
a Sanjurjo iríamos hoy a favor de la corriente; pero se nos volvería contraria
a los pocos días, a las pocas horas; los mismos que ahora piden su muerte, lo
sentirían después. La Monarquía cometió el disparate de fusilar a Galán y
García Hernández, disparate que influyó no poco en la caída del trono;
procuremos no incurrir en un yerro análogo. Se ha de acabar con la historia de
los levantamientos y con los fusilamientos, haciendo ver que esas acciones no
producen ni gloria. Más ejemplar escarmiento es Sanjurjo fracasado, vivo en
presidio, que Sanjurjo glorificado, muerto.»
«Terminado
el Consejo, cuando salía para Palacio, me dice Ramos que Casares, con lágrimas
en los ojos, le ha confesado que se siente derrumbado. También me dan cuenta de
los acuerdos del partido radical- socialista. Se ha reunido su grupo
parlamentario y ha votado que se fusile a Sanjurjo, o en otro caso, que dimitan
los dos ministros de ese partido. Los radicales-socialistas se empeñan en jugar
a Dantón y Robespierre y hacen la fiera bien
tontamente. Al que me ha traído la noticia le he contestado que me tiene sin
cuidado el acuerdo; el Gobierno hará lo que le parezca, con el voto de la
mayoría de sus miembros, y si lo que hagamos no les gusta a los
radicales-socialistas, tendrán que aguantarse».
«Reunido
el Gobierno en Palacio, doy brevemente cuenta al Presidente de lo acordado y se
mostró conforme. Insistió el Presidente en la necesidad de tomar duras medidas
contra los monárquicos y prometió, una vez más, que durante su mandato se
opondrá siempre a todas las rehabilitaciones. Después tratamos del lugar donde
puede recluirse a Sanjurjo. Se habló de Mahón, pero ofrece poca garantía de
seguridad. Ocaña está demasiado cerca de Madrid y tendremos una peregrinación
de monárquicos para ver al preso. Propuse el Dueso y
se aceptó, para lo cual se dictará un decreto habilitándolo como prisión
militar. Hemos convenido, asimismo, callar el acuerdo adoptado hasta última
hora de la tarde, para dar tiempo a que se produzca alguna reacción favorable
al indulto.
«Por
la tarde, en el ministerio, he recibido algunas visitas tontas. Estoy fatigado
desde anoche y un poco angustiado por el suceso, como si todavía no fuese
seguro que le vamos a indultar. Nunca he tenido en la mano la vida de un
hombre. Es mucho. ¿Me equivoco al dar al asunto la solución que le he dado?
Espero que no.»
«A
media tarde voy al Congreso. Reúno a los ministros, menos Zulueta y Ríos que
están en el banco azul asistiendo a la sesión. Leo los decretos de indulto y
habilitación del Dueso y conversamos sobre el asunto
y probables consecuencias. A las siete se levantó el Consejo. Me encargué de
dar la referencia a los periodistas. Aglomeración enorme en la puerta del
despacho. La gente no cabía en el pasillo. Discutían acaloradamente y esperaban
la noticia con ansiedad. Incluso se habían cruzado apuestas. Di a los periodistas
una escueta referencia del Consejo y no dije nada del indulto.»
«El
Presidente (que el día anterior regresó de un corto viaje a Santander) me tenía citado para las
ocho y media. Mi entrevista con don Niceto fue brevísima. Firmó los decretos y
nos despedimos. En la puerta, golpe de periodistas.
—El
señor Presidente —les dije— ha conmutado la pena al general Sanjurjo.
Y
sin más palabras me metí en el coche.
«En
el Ministerio de la Guerra, ya sólo me ganan el descanso y la satisfacción.
¡También a mí se me ha quitado un peso de encima! Sanjurjo, que se ha portado
conmigo como un felón, no lo agradecerá... Están llegando a centenares los
telegramas pidiendo el indulto. Ha venido Casares. Quiere dimitir, así como su
amigo Calviño. Procuro tranquilizarle, pero no lo he logrado enteramente»
(Calviño, recién nombrado gobernador de Sevilla, dimitió su cargo pocos días después.)
Hay otros diputados extremistas partidarios del castigo ejemplar e indignados
por el indulto. Los radicales-socialistas, en especial, se esmeran en la
representación de su papel de hombres terribles y exigen que dimitan los dos
ministros del partido. «No se concibe mayor necedad. Me dicen que los capitanea
Galarza, que es subsecretario, y no se le ocurre comenzar dimitiendo él mismo.
Por la noche vino a visitarme alguna gente. Yo estaba de buen humor; creo que
por la solución del asunto Sanjurjo y haberme librado de manchar de sangre a la
República.»
Fundándose
en el disgusto producido por el indulto, sindicalistas y comunistas promovieron
algaradas y huelgas en varias provincias; en Gallarta (Vizcaya), a la salida de un mitin, hubo un choque con la Guardia Civil, del
que resultaron un sindicalista muerte y varios heridos. Como consecuencia de
estos sucesos se declaró la huelga en las minas de Somorrostro.
El
día 28 de agosto Azaña anota: «Ha venido a cornee conmigo Casares. Ya está un
poco repuesto del quebranto del otro día». El quebranto fue consecuencia del
indulto de Sanjurjo.
*
* *
A
las nueve y media de la noche del día 25 de agosto los secretarios de la Sala
se presentaron en la prisión militar para comunicar a Sanjurjo que había sido indultado.
En aquel momento se encontraba el reo con su esposa y su hijo, y los procesados
García de la Herrán y Esteban Infanta. La noticia alegró a todos. El menos
impresionado por el acontecimiento fue el propio Sanjurjo, que había aceptado
su papel de reo de muerte no sólo con estoica serenidad, sino también con
despreocupación y hasta con indiferencia. Por fin, después de tanta agitación e
inquietud, podría dormir tranquilo. Antes de acostarse, todavía jugó una
partida de mus con sus compañeros de prisión. Eran las tres de la madrugada
cuando se presentaron en su celda el director general de Seguridad, con el
coronel director de Prisiones, y le ordenaron que se dispusiera para emprender
inmediatamente un viaje. Preparó Sanjurjo con gran diligencia su maletín, y
poco después, en un automóvil, custodiado por el comisario Aparicio y un
policía, salió de Madrid. En otro automóvil iba la escolta.
No
sabía el general adónde le llevaban, ni tampoco lo supo el comisario hasta
llegar al kilómetro cien de la carretera de Francia. Entonces sacó un sobre
lacrado de su bolsillo, y halló escrito en un papel el punto de destino:
Santoña: Penal del Dueso. Al decírselo al general
pareció impresionarse. «No esperaba, dijo, que me trasladasen tan pronto, Se
rehízo en el acto y exclamó: «Dentro de seis meses, todo esto habrá pasado».
A las diez de la mañana dieron vista a Santoña. Los trámites de ingreso se cumplieron rápidamente y el marqués del Rif, vestido con ropa de presidiario, quedó transformado en el penado número 52. Por decreto del ministro de la Guerra había sido baja definitiva en el Ejército el soldado cuyos méritos llenaban cuarenta y dos folios. Se le privó de los grados, sueldos, pensiones, honores y derechos pasivos que le correspondieran. Algunas
semanas después, un escritor visitaba al general en la prisión y le preguntaba:
«—¿Contaba
usted, según se ha dicho, más o menos claramente, con el apoyo de algunos
significados políticos?»
Y
Sanjurjo le respondió:
—
Amigo mío, si alguna vez hubiera pasado por mi imaginación hablar de eso, lo
hubiera hecho ante el Supremo... Y ya ve usted, me dejé condenar a muerte sin
decir esta boca es mía... Sobre este tema no crea usted que no ha habido
insistencia. Recuerdo que en uno de los interrogatorios judiciales, a cada
cinco minutos me hacían la misma pregunta: «¿Con quién contaba usted, caso de
haber triunfado?» Hasta que me cansé y le dije a quién me interrogaba: «Si
hubiera triunfado, con todo el mundo... Y el primero con usted...».
CAPÍTULO XXII.EXPROPIACIÓN DE TIERRAS A LOS COMPLICADOS EN LA REBELIÓN Y A LA GRANDEZA
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